Esta leyenda medieval aparece en el Libro de las maravillas del mundo, de Juan de Mandevilla, escrito en torno a 1350. Se desconoce la fuente de la cual la tomó el autor inglés, aunque probablemente se trate de una creación propia, al menos en la parte que intenta explicar el auge y caída de la Orden del Temple.
Cuenta Mandevilla que en el lejano reino de Armenia, más allá de la ciudad de Layays, sobre una escarpada roca, se eleva un viejo castillo en una de cuyas salas hay una percha de cetrería hermosamente forjada. Sobre la percha descansa un gavilán que es cuidado día y noche por una hermosa dama de la raza de las hadas. A todos los que llegan al castillo, si son capaces de vigilar al gavilán durante siete días y siete noches, la dama les concede un deseo. Pero ¡ay de aquel que se quede dormido durante ese tiempo!, porque entonces se desvanecerá como un sueño y nadie volverá a saber de él.
Entre los que pasaron la prueba se cuenta un rey de Armenia, quien tras haber recibido noticias sobre el castillo lo buscó sin descanso hasta encontrarlo. En su interior halló la percha con el gavilán, al que guardó durante siete días y siete noches.
Cuando se cumplió el plazo, apareció la dama y le preguntó qué era lo que deseaba, pues le sería concedido. El rey respondió que no quería riquezas ni poder, pues de uno y otro tenía en abundancia. Y en verdad que hasta entonces no había pensado pedir nada, pero en aquel momento, mientras miraba a la dama, esta le pareció sumamente hermosa, mucho más que cualquier mujer a la que hubiese abrazado nunca y le dijo que deseaba estar con ella una noche.
La dama respondió que, además de parecerle indigno que intentase aprovechar la situación para satisfacer sus bajos instintos, aquello que pedía le era imposible de cumplir, pues solo podía conceder dones terrenales y ella misma era un ser espectral. Por tanto, concedió, haría como si nunca hubiese escuchado sus palabras y le daría la oportunidad de hablar de nuevo.
Pero como el rey, terco, seguía solicitando lo mismo, ella le despidió diciéndole que ya que no pedía nada, le concedería algo por voluntad propia: desde aquel momento, él y sus descendientes no disfrutarían de un solo momento de paz, serían vasallos de sus enemigos y verían como sus bienes disminuían hasta desaparecer. Y así fue, dice Mandevilla, puesto que durante muchos años el reino de Armenia estuvo en guerra con los sarracenos y se vio obligado a rendirles tributo.
Al Castillo del Gavilán llegó también un hombre pobre que pasó con éxito la prueba. Como premio dijo a la dama que le gustaría poseer muchos bienes y saber comerciar con ellos. La dama se lo concedió y este hombre llegó a convertirse en el mercader más próspero y conocido de su época, aunque su nombre no se ha conservado.
Asimismo, vigiló al gavilán durante siete días y siete noches, sin dormir un solo momento, un caballero templario, quien pidió a la dama una bolsa que siempre estuviese llena de oro. La dama se la entregó advirtiéndole que aquella bolsa suponía el fin de su orden, pues debido a su riqueza se volverían orgullosos y caerían protegiéndola. Así sucedió, concluye Madevilla, que escribía apenas 40 años después de que el último gran maestre de la orden, Jacques de Molay, pereciese en la hoguera.